Aunque lo escribí como un relato, es una historia real que viví este año al visitar Senegal. No paréis por favor y gracias por luchar contra la injusticia.
El chaval iba descalzo, no tendría más de nueve años. Sus padres no podían mantenerlo y le enviaron a una de esas escuelas del Corán, donde los niños son obligados a mendigar para financiar ese tipo de colegios, en el mejor de los casos. Pero algunos maestros coránicos utilizan a estas criaturas para enriquecerse. Si no consiguen llevar algo, o lo que pueda ser considerado suficiente, el responsable les maltrata o incluso viola a los niños como castigo. Pero esto solo lo hacen los monstruos sin empatía. Hay escuelas coránicas donde los alumnos no viven un infierno y otras cuantas, demasiadas, aunque solo fuera una, dónde la infancia se convierte en pesadilla.
Él pasaba por una calle de San Luis, zombificado, con la mirada más triste que jamás he visto, una expresión de sufrimiento emocional que le salía del cuerpo, enturbiando la belleza del aire y que envolvía todo a su alrededor, como un aura inocente de ángel negro, un niño, mi niño, para siempre en mi corazón y en mi memoria mientras yo viva.
Yo miré al cielo, como si creyera en algo, como exigiendo una explicación, como si hubieran asesinado el último atisbo de mi ingenuidad.
Y me quedé paralizado, no hice nada, no le di ni un triste caramelo, ni un saludo, ni una sonrisa, ni una sola palabra. Simplemente le dejé marchar con las manos vacías, sin una historia que contarme, sin un nombre con el que llamarle, sin una moneda para su cubito blanco.
Apenas unos segundos después, el angelito negro hubo desaparecido de vi vista y otros dos niños me hablaron a mí. Sus miradas eran otras, ellos no estaban muertos en vida, como mi angelito negro. Me pidieron comida y fuimos juntos a una tienda donde les compré leche en polvo y después nos despedimos.
Al día siguiente, algunos niños, infantes menores de diez años, probablemente, sin mediar palabra, me miraban y me saludaban con una especie de gesto entre aprobación y gratitud, como asintiendo con la cabeza, haciendo gala de una madurez impropia en niños de su edad que solo he visto antes en hospitales, en algunos pequeñines enfermos de cáncer.
También algunos adultos saludaban y me llamaron por mi nombre, para mí sorpresa, pues yo era incapaz de reconocer a la mayoría de ellos. Los siete euros que gasté en esos dos paquetes de leche en polvo fueron sin duda la mejor inversión de mi vida.
Pero tuvimos que continuar nuestro viaje, con las gafas de sol puestas, para disimular mis ojos encharcados por la tristeza contenida, porque yo no podía apartar de mi alma la visión del niño del cubito blanco, esa entidad pura, condenada por los pecados de otros, aquel ser humano al que no tuve la valentía de preguntar su nombre, y por eso, eternamente, para mí, se llamará Ángel.
Después de aquello, aproximadamente durante quince días, sufrí una lumbalgia bastante incómoda, pero incomprensible, puesto que no tenía ninguna explicación mecánica. No había realizado esfuerzos, no había forzado posturas ni tampoco había dormido mal. Empecé a tratarme con antiinflamatorios y relajante muscular, pero lejos de mejorar, la cosa empezaba a hacerse crónica.
De repente, un día, recordé a mi angelito negro como si lo tuviese delante, un recuerdo muy vívido, y fue tal la tristeza que me invadió, que no pude evitar llorar desconsoladamente, a la vez que tenía la esperanza de que mi llanto sirviera de ayuda para Ángel, poseido por una especie de pensamiento mágico, como si mi tristeza sirviera para repartir el sufrimiento entre ambos, el angelito y yo. Como si realmente algo de este mundo tuviera sentido.
Las lágrimas del alma, fueron un bálsamo para mi cuerpo y aquel dolor de espalda se esfumó como si nunca hubiera existido.
Sin duda la mente, el espíritu y el cuerpo son inseparables y si la emoción se reprime, el cuerpo la expresa, si el dolor del alma no se llega a licuar, este se vuelve rigidez y se manifiesta en este envoltorio que nos ha tocado arrastrar por un mundo que no llegamos a entender con nuestra mente finita y emborronada por el ego.
No solo el cuerpo, el espíritu y la mente están conectados, todos y cada uno de los átomos y partículas del universo son un todo único y entrelazado.
Ten coraje, querido Ángel, todo es impermanente.
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